martes, 28 de agosto de 2012 3 comentarios

Un árbol de siete años y veinte meses

No podía dudar. Él se había forjado una imagen de la vida y ahora, en ese instante, dudaba. Y no podía. No debía dar marcha atrás, destrozar todo lo que había creado a su alrededor, la proyección de un mundo que a él le parecía perfecto. Y, sin embargo, allí estaba. Viendo todas sus imperfecciones. Como si su puzzle hubiera sido despedazado en piezas, pero no le importara. Porque eso era lo realmente interesante: no le importaba perder ese mundo, porque otro se estaba creando entre sus restos.

Y los ladrillos que habían compuesto su vida se derrumbaban para dejar paso a un nuevo edificio, uno hecho desde la tierra, como un árbol. Las raíces siempre habían estado ahí, eso él lo sabía. Pero tanto tiempo negándolo, tanto tiempo sin regar aquellas ideas, habían hecho que desaparecieran en lo más profundo de su ser. No le importaba ver cómo todo se derrumbaba, le gustaba más ver aquel árbol que crecía, aquella nueva vida que comenzaba, que recomenzaba, donde tanto tiempo atrás otros habían decidido talarlo. Y sonreía como un chiquillo, se sentía así.


Ahora recorría parajes que nunca hubiera pensado que recorrería, conocía a su alrededor personas que le iban a sorprender. Pero, sobre todo, no estaba solo en aquel lugar. Ella había sido precisamente quien, con su fuerza, había alcanzado las raíces de la perfección. Y ella era, precisamente, como ese árbol que florecía: siempre había estado ahí. Y deseaba seguir estando según pasaran las estaciones, perenne, sin perder nunca sus ilusiones, sus sueños, sujetándose, a su vez, a ese árbol que juntos habían logrado crear. Él con la semilla, ella con su amor. Y juntos, únicos.

Se conocían aún cuando él no tenía murallas a su alrededor. Pero cuando se crearon, ella fue la única que siguió caminando entre las almenas. Ahí de forma constante, expectante de la construcción de un ser que le desvelaba los rincones de su edificio más personal: su vida. Ella nunca había dudado de él, aunque dudaba de sí misma. Él, escondido de sus sentimientos, la sujetaba. Habían sido imprescindibles el uno para el otro y habían tardado años en darse cuenta, hasta que la evidencia les llevó a unir sus manos y tirar los muros de sus antiguas vidas. Enterrar las dudas, hacer crecer un árbol, escribir sobre su amor, y esperar a acabar su vida juntos contemplando cómo el fruto maduraba en aquella frondosa relación que dejaba tras de sí estelas de sufrimientos y alegrías a la par.


miércoles, 22 de agosto de 2012 0 comentarios

Un día más

-¿Me cuentas una historia?
-¿Cuál?
-Invéntala.

Tardé unos momentos en hacerlo. Hablaba con los ojos cerrados, imaginando lo que estaba diciendo, y mientras tanto le acariciaba lentamente la cabeza.

Poco después, Michela se durmió. Sin dejar de acariciarla, yo también me fui adormeciendo poco a poco. Sucede. Cuando me desperté, me levnaté y fui a lavarme la cara. Cogí el rotulador que había comprado y escribí en los azulejos de la ducha: "Es maravilloso pasear por donde tú me has llevado".
 

Para tranquilizarla, añadí a continuación: "El pensamiento es indeleble, el rotulador no".

La casa estaba sumida en un profundo silencio. Apoyado en el quicio de la puerta de su dormitorio, la contemplé mientras dormía. Me había vestido ya para salir. Llevaba la mochila con el ordenador y los cascos del iPod, que había encendido. La observé mientras los Radiohead tocaban "Creep" en versión acústica. Su cara, la mano junto a la boca, la hacían parecer una niña. Inmerso en ese viaje de imágenes y de sonido me preguntaba: "¿Quién eres? ¿Quién eres de verdad? ¿Por qué tú? ¿Por qué ahora? Te acariciaría en este mismo instante si estuviese seguro de no despertarte, de no arrancarte del sueño. No entiendo por qué me siento así contigo, por qué todo resulta tan natural entre nosotros".


Un día más, de Fabio Volo

___________________________________

Podrás encontrar este libro y muchos otros más en BuscarLibros.com, un buscador múltiple cualquier libro español que quieras encontrar y el cual gestiona rápidamente en miles de librerías en línea para comparar y ofrecer el mejor precio. Descubre esta web en su Facebook, Twitter y vía email.
martes, 21 de agosto de 2012 1 comentarios

Llamada perdida

Suena el teléfono, como tantas otras veces, su melodía. No sabes qué quiere, no sabes siquiera por qué te llama, por eso dejas que suenen los toques: doce. Como las campanadas de esta noche. Ves su llamada perdida, entre tantas otras, y sólo piensas que podrías haber respondido. Quizás un "Hola, buenos días, ¿cómo estás?", pero sabes que ella te habría colgado, porque su simple llamada, esa melodía que te recuerda a ella, es un "Hola, buenos días, ¿cómo estás?".Vuelve a llamar y ya no sabes si es por pereza o por desgana, quizás porque no sabes qué decirle, dejas que vuelva a sonar la melodía, como si el tiempo no transcurriera, como si cada segundo de ese compás no fuera a ser el último.

Como si tuvieras miedo de que al descolgar el teléfono te fueras a enfrentar al destino inevitable. La melodía se apaga, ves su imagen en la pantalla oscureciéndose. Pasan cinco minutos y sabes que no va a volver a llamar, que quizás ya te ha dado por perdido o quizás por muerto. Sonríes nervioso mientras marcas su número, suena una vez y cuelgas.Te quedas quieto, mirando la pantalla, ella te responde y tú te encuentras feliz en tu pequeño mundo de llamadas y respuestas... un pequeño mundo sin riesgos, sin miedos, sin temores...


Un pequeño mundo que desearías que fuera más grande si ella te descolgara el teléfono, escucharas su voz diciendo: ¿Qué quieres?

Y tú pudieras responderle: A ti
domingo, 12 de agosto de 2012 0 comentarios

La mariposa que amaba a una farola

Érase una vez una mariposa. Pero no era una mariposa especial, ni siquiera sus alas eran bellas, incluso había quienes al verla pensaban que sería otra clase de insecto. Era una mariposa corriente, enamorada de una luz corriente. Era su luz. Una luz brillante, de esas que te atraen sin más, sólo por ser algo tan reluciente que no puedes evitar que tus ojos se fijen en ella.

La mariposa, sin embargo, no era la única que se había fijado en aquella luz. La farola, su farola, siempre estaba rodeada de otros bichos, algunos mucho más hermosos que ella. Había otras mariposas blancas, algunas de varias tonalidades, incluso alguna libélula que no podía evitar sentir envidia de aquella luz que ella no podía llegar a ser ni en la noche más oscura.


Y la luz, protegida por cristales, deslumbraba a todos con sus mejores destellos, emitiendo a su alrededor un halo arcoiris. Era la reina en lo más alto de una torre coronada. Los veía a todos admirarla, sentía los celos de algunos y los deseos de poseerla de otros. Así pasaban las horas, hasta que ella se iba a dormir y todos desaparecían. Todos, menos la mariposa, que se acercaba entonces, incluso cuando la luz ya no estaba, incluso cuando el sol reflejaba sus rayos en los cristales que protegían a la luz y la mariposa podía verla apagada, escondida en su deseo más recóndito.

Uno de esos días, quizás cuando la mariposa ya había perdido la esperanza, quizás cuando el tiempo de vivir la llamaba a un fin irremediable, entonces quitaron un cristal. Y ella pudo dormir al lado de la luz apagada hasta la noche, cuando se encendió.

La luz le sonrió y ambas se fundieron en un abrazo incandescente. Porque la luz sabía que ella había estado allí incluso cuando todos la habían abandonado. Y porque la mariposa sabía que toda paciencia y perseverancia conseguía su triunfo. Entonces la luz se apagó por siempre y la mariposa no volvió a volar.
miércoles, 8 de agosto de 2012 0 comentarios

Estudiante IV: Rutina

Es la una, marca la hora
con un bostezo vano
que en el aire se ahoga.


Con un bostezo entre los labios, se piensa el filósofo niño. Con amargo desatino mira el reloj nervioso, esperando el momento para levantarse y poder marcharse de clases magistrales con tono de tartamudeo, se nota que le tiemblan las manos aunque mantiene la voz serena cuando se pierde entre las palabras de su viejo y polvoriento libro.

De esta tortura llegan las dos
entre silencios y ruidos,
pronto todo se acabó.


El timbre insonoro agita las mesas con nerviosismo. Los lapsos de sueño se quedan en las mesas mientras la actividad bulle por las arterias del joven, pero insano, corazón de nuestro prematuro escritor. Recorre los pasillos con cierta ansia, se pierde entre las agujas que se clavan en la hora que le matan. Sólo quedan puertas cerradas y un cartel que marca la Salida en un tono verde le abre la entrada a un aire frío y pesado que se le clava en los pulmones al caminar. Piensa en tercera persona y cree haber crecido cinco años en diez días. Lleva ocho años con canas y sólo espera que sus hombros se cubran de nieve por primera vez.

Y así pasan las tres,
cuando nadie lo esperaba
y sin nada que comer

 
Saca la billetera y mira con pena los papeles de colores por los que la gente llega a matar. Agarra unas monedas y las cambia por otro papel blanco, insustancial. Quiere alimentarse del viento, pero éste le da la espalda para dejarlo bajo un sol vengador, que aquí hace arder la noche en un hielo ardiente distendido entre rayos que, con parsimonia, te marcan un punto en tu nuca.
Cuando pasa el desfile de personas insanas, se unen estridentes sonidos de cuerdas y flautas en una conversación que limpia las asperezas de un día monótono en el que el autobus se pasó tu parada porque decidió tomar la curva como si fuera una recta.
No se acuerda del menú, pero hace tiempo que poco le importa lo que en su plato colocan. Vive estudiando lo que murió olvidando.


Marcan las cuatro
en donda la mesa sirve
los cafés de todo el año.


Se deja caer sobre una mancha chocolate en un vaso arrugado. Él no bebe, no tiene edad. Es el joven que quiso ser viejo y cuando fue viejo seguía siendo joven. El amargo sabor no pasa por su garganta, él prefiere el dulce recuerdo de cuando se despertaba un sábado y sonreía por el olor de una tableta hecha líquido.
Entre Uno y otras cosas Triviales, se pasa la tarde esperando que dejen libre el campo verde por el que no podrá caminar, pero adonde empujará con empeño los números que le siguen pese a que él decidió poner tierra de por medio metiéndose en una relación de amor por las letras que hoy se dedica a escribir sin descanso, bajo el dictado y el dictamen de alguien que se aprendió la lección a base de plagiar su propia sangre.

Agarra un número ocho, aunque le daría igual ser en la lista un veinte. Quiere tumbarse y dejarse llevar a un mundo onírico, donde los textos sean frutos que de un árbol de nombre sintaxis, se conviertan en manzanas prohibidas que pueda tirar sobre quien pase bajo su ventana para hacerle salir; no quiere fonemas que no digan nada, vive de los lexemas de la vida, aconsejando los consejos que otros consejeros quieren aconsejar.

Son las cinco
y con ellas
llega el olvido


No sé quién soy ni quién dejé de ser, estoy perdido en un lugar que no conozco pero que pude comprender. Porque las cuatro partes de la vida son tres, que son dos: aprender. Acabé de estudiar, mas en mi vida jamás podré acabar de aprender.

El reloj se ha parado
marca las doce,
voces o gritos arrimados
marcan su morte.


Abro los ojos y me pregunto: ¿eso fue ayer o sólo ha sido un sueño? Estoy en Literatura, el profesor tartamudea.

Es la una, marca la hora
con un bostezo vano
que en el aire se ahoga.
viernes, 3 de agosto de 2012 1 comentarios

Entre caballeros

Todos los presentes sabían que había caído en desgracia. Era un hombre detestable, con un aliento que desprendía alcohol a su alrededor. Vestía un traje viejo, de la época en la que fue un caballero admirado. Sus canas se habían rebelado y se escapaban del sombrero polvoriento que llevaba sobre su cabeza. Sus manos de dedos largos y finos, estaba consumidas por arrugas y arañazos mal curados. Sus ojos se ocultaban detrás de unos cristales mugrientos, cuya montura estaba oxidada. Sin embargo, lo que llamó mi atención fue el contraste entre sus zapatos y el resto de su cuerpo. Negros y relucientes, con las cuerdas atadas en un nudo perfecto, tan elegante como hubiera sido él años atrás. Con una delicadeza femenina, apartó las gafas de sus ojos que, clavados en mí, parecían rugir, quemarlo todo. El silencio, vivo espectador de aquel encuentro, hizo que escuchara mis propios latidos, lentos.

-Hola, maestro.

Su presencia siempre me hacía sentir más pequeño. Retroceder los años vividos, las experiencias, la vida rebobinaba en su presencia hasta un aula marginal de un barrio pobre. Y él, delante de aquellos niños sin futuro, con su traje impecable, sus perfectos zapatos negros, su sombrero colgado en la percha rota, dejando al descubierto una corta melena oscura. Y su sonrisa. Aquellos deslumbrantes dientes que se mostraban tan sinceros y tan juveniles. Él nos enseñó las herramientas para la vida, nos inspiró para soñar, nos dio la vida que no teníamos en apenas unas horas a la semana. Todo como una beneficiencia de un rico empresario, su padre, que costeando sus estudios liberales en el extranjero, le permitía aquel experimento en un lugar donde no llamara la atención. Y gracias a él yo había llegado hasta donde estaba, en mi cumpleaños, rodeado de gente tan glamurosa como detestable, mientras que él había sido olvidado por una sociedad que no quería gente que creara sueños para los demás. Yo nunca lo había podido olvidar, pero ahora todo era distinto, todo salvo sus zapatos. Los mismos con los que un día lo enterramos. Él asintió y yo suspiré por última vez. Son curiosas las formas en las que la Muerte se nos presenta.

Entradas populares

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
 
;