-Tranquilo, todo está bien.
No podía dejar de respirar con dificultad, poco acostumbrado como estaba a correr de aquella forma, aún menos bajo la lluvia. Empapado, frío y confuso. Así se sentía el muchacho ante su suegra, que le sonreía intentando transmitir una calma que ni siquiera ella tenía.
Había llegado tarde entre atascos de una ciudad que le había puesto más impedimentos de lo acostumbrado y un hospital desconocido o irreconocible en un día tan gris. No era aquel su lugar, pero se había convertido en su hogar. Y, sin embargo, todo seguía siendo tan extraño como el primer día en que recorrió aquellas calles en compañía de su sonrisa nerviosa. Una sonrisa que estaba deseando volver a ver, tenerla a su lado. No le bastaban las palabras de calma, quería abrazarla y desear que todo hubiera ido bien. El corazón le palpitaba recordándole la primera ocasión en que le dijo un te quiero a la cara años atrás, cuando él era un jovencito sin ideas de su futuro y ella, una niña que escondía su sensibilidad detrás de una carcasa creada por las traiciones de su adolescencia recién terminada.
Compartieron sus sueños en aquella ciudad que no les pertenecía a ninguno. Eran forasteros en busca de algún camino para seguir viajando. Así pasaron los años entre confidencias nocturnas mirando las estrellas por la ventana, espejos empañados donde dibujaban corazones y discusiones con alguna lágrima caída. Reconciliaciones a ras de sábana. Besos en forma de palabras y discursos que nunca más nadie ha logrado escuchar. Adoraban la felicidad de los pequeños momentos, aunque no podían evitar perderse en las angustias de los problemas que surgían. Él se encogía de hombros sonriendo, ella se preocupaba, y juntos hacían un dúo perfecto en cada abrazo. Eran, en definitiva, felices con una vida sencilla que aspiraba a fortalecerse con el paso de los años. Como esas casas antiguas sustentadas por cada uno de sus ladrillos, creando con paciencia el más cálido hogar, evitando las molestas grietas.
En la cima de aquel hogar se tendían ahora los dos, sabiendo que debían continuar construyendo aquella vida deseada por los dos, entre risas, bromas, sonrisas, besos, caricias y bostezos.
Aún con la mano de su suegra tomada entre las suyas, sin recordar cuando las había comenzado a apretar, las soltó y entró deprisa en aquel pasillo con cristaleras. A un lado la ciudad con sus luces alumbrando la noche, al otro lado unos ojos grises que sosegaron los latidos rápidos y lo anclaron a la vida como un motivo más para el que sonreír.
Puso su mano en el cristal. Allí no estaba ella, no estaban sus sonrisas, ni sus caricias, ni su cuerpo, sino su fruto, el de ambos, la vida de la que se habían desprendido para crear una nueva ilusión. Algún día aquel gris tomaría un color, recorrería los pasos que ellos ya habían pisado, los superaría en el paso de los años, y finalmente pondría techo al hogar que juntos estaban construyendo.
Sonrió entre lágrimas y dio gracias por tener la semilla de un sueño que empezaría a florecer.
-Está despierta, si quieren pasar a verla.
Se separó del cristal y pudo ver cómo sus huellas se disipaban en busca de un abrazo. Los milagros de la vida se presentan de la forma más pequeña posible.