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lunes, 7 de mayo de 2018 0 comentarios

Confesiones de un tiempo indeseado

A MB.

He viajado siempre contigo, y ahora que no estás comienzo a comprender qué es viajar solo. No puedo mentirte: hubo sonrisas, pero no volví a reír como solo se podía hacer contigo. No quiero ofrecer la imagen de un hombre que sufre, pero tampoco puedo evitar los suspiros cuando intento tomar tu mano y solo encuentro el vacío de la inmensa soledad. Una soledad que se me hace eterna porque nunca termina a tu lado.

El viento me recuerda a tus caricias, le falta tu delicadeza, le faltan tus manos.  Y no hay voz que me recuerde a ti, salvo cuando rescato tus mensajes ya vacíos de esta fría tecnología. Debo confesarte que que he seguido con la mirada tus rizos paseando por la ciudad, tu silueta hipnótica me ha desilusionado en un rostro ajeno. Apenas pasa un día sin que revise tus fotografías para intentar retener tu mirada, pero les faltan toda la emoción. Como a mí me faltan las fuerzas para volver a fotografiar nada donde ya no esté tu presencia. Ahora no soy capaz de llorar y sé que te debo cada lágrima. Vivo en una felicidad acordada para los demás, contando en secreto las horas desde que te marchaste y aprendiendo a vivir como un niño huérfano que sigue esperando en la cancela del orfanato a sus padres.


Hoy te hubiera regalado de nuevo todos los besos. Y te hubiera visto abrir todos tus regalos. Ese rostro de ilusión eterna que a pesar del tiempo siempre tenías. Lamento sobre todo no volver a sorprenderte, a hacerte reír una vez más. Hoy me olvidaré del dolor, de mi vida, del futuro incierto. Y te confieso como un último regalo que nunca se borrará tu huella, aún cuando tenga que vivir años sin ti, años que se trastocarán en siglos en mi cabeza. Y si eso no es amor, quizás me equivoqué de sueño.
sábado, 14 de enero de 2017 1 comentarios

Estrellas que mueren

Hoy hace un año que falleciste y he pensado en lo rápido que ha pasado el tiempo. Tan rápido que no me di cuenta de tu ausencia. Que no te he echado en falta, aunque sufrí cuando supe que habías muerto, me entristeció, pensé que, en fin, contigo se iba una parte de mí. Quizás me equivocaba, pero en aquel momento lo sentí real. No, me equivocaba claramente. Me equivocaba porque no te echo de menos, no me acuerdo de ti salvo porque ha llegado este macabro aniversario y me lo recuerdan otros.

Es evidente. No te quería tanto como pensaba. En realidad, seguramente nunca te quise. Porque no te conocí nunca. Porque nunca compartimos un momento juntos, o al menos no de la forma en que hubiera podido desear. En realidad, yo estaba contigo, yo te veía, o te escuchaba, o te leía.. pero tú a mí no. Nunca nos cruzamos el tiempo suficiente como para que en mi vida note que me faltas. Y, sin embargo, me duele ver que ha pasado un año desde tu muerte, que ha pasado tan rápido, tan... sin darme cuenta, sin percatarme de que el impacto se fue. Que incluso vinieron otros. Y que también con el resto sentí algo similar.


Lo confieso: no sentí lástima de ti, sentí lástima por mí, o por nosotros, por todos los que nos quedamos. Sentí pena porque contigo se fue una parte de mí, todo aquello que hiciste y que yo relacioné con mi identidad, con la persona que hoy soy. Y también porque contigo se iba tu futuro, tus posibilidades de seguir removiéndome, hacerme sentir de nuevo una conexión especial o, simplemente, disfrutarte. 

Nunca te conocí, no veo por las calles tu recuerdo, no me acompaña en el corazón tu ausencia y, sin embargo, cuánta tristeza, cuánto dolor me da pensar que desapareciste para siempre. Y que contigo se fragmentó mi pasado y parte de mi ser.
jueves, 28 de julio de 2016 0 comentarios

Retrato a retazos

Hay hechos que cambian una vida para siempre. Y con ella, la de todos los demás. No sé siquiera si yo hubiera sido tal como soy si tú hubieras estado, ni siquiera acaso si hubiera nacido. Pero siempre me quedaré con las ganas de haberte conocido. Siempre pensaré que me perdí momentos que nunca existieron. No digo que no haya sido feliz, pero muchas cosas hubieran sido distintas. Estoy seguro.

Tú eres uno de esos ¿y si...? en los que no me importa perderme. He ido rescatando retazos de ti como si fueras un sueño. Recuerdos prestados que forman un retrato entre el idilio y las anécdotas. No creo que fueras perfecto, nadie lo es. Pero también sé que lamento no haberte conocido, porque me perdí a alguien único. Y a alguien con quien siento que compartía cosas. Cosas que quizás tú hubieras comprendido mejor que nadie. Pero no, no estabas. Te llevó la enfermedad demasiado pronto y dejaste tras de ti mujer, una niña y dos niños pequeños. Uno de ellos ni siquiera te recordará bien. Y claro, ¿cómo me ibas a conocer a mí? Si yo llegué a nacer siete años tras tu muerte.

Para empezar a recordarte, me gusta pensar en las fotos que guardo de ti, esas fotografías que tanto tardé en descubrir escondidas en una vieja maleta. Resguardadas para evitar que la memoria se tiñera de nostalgia y melancolía por una desgracia compartida. Nadie guarda de ti malas palabras. Dicen que nadie las guarda de quienes mueren, pero a veces lo dudo. Tan solo que sufriste. Que tus últimos días fueron los peores. Momentos de auténtico pánico que aún hoy lograron hacer llorar a tu Magdalena; dejaste una cicatriz difícil.

Sí, te vi fumar. Y también sé que te gustaba el boxeo. No comparto contigo esas aficiones, pero es por ti por quien me hice cofrade antes aún de saber lo que eso significaba. Tradición familiar. Y te veo tan joven, vestido de romano en una Semana Santa. O portando alguno de aquellos primeros tronos. Supongo que lo vivías con la devoción habitual de la época, pero hay algo en esas imágenes que me hablan de emoción, incluso de felicidad. Esa sonrisa que se te escapa hacia quien te hacía una foto en blanco y negro con tu escudo. La misma sonrisa que no pudiste evitar al tener a tu hija entre brazos, aunque apenas se te viera el rostro, cortado por un mal encuadre.


Te gustaban los niños. A ella no, pero tú querías llevarlo todo adelante. Al final la dejaste sola con ellos, y aún así, te entiendo bien. Se habla mucho de ese deseo de maternidad como si acaso no existiera el deseo de paternidad. Esa felicidad que se nota al compartir momentos con tus hijos, con tu familia. Ese brillo en la mirada durante los cumpleaños, durante otros tiempos más fáciles para todos. Pero tranquilo, también hubo imágenes para momentos más cotidianos, incluso no siempre sales sonriendo. Ya te dije que nadie era perfecto.

Pescabas, hasta ganaste algún premio cazando pulpos. Te vi como un escuálido adolescente en tiempos monocromos. Y con un gran bigote mirando el televisor. Sé también que reconocías la talla de las personas solo con mirarlas. Y que te fuiste en Navidad.

Hoy te he vuelto a recordar porque te tengo presente. Eres en mi cabeza la sombra de una persona que nunca conocí. Quizás como un personaje más de ficción. Y, sin embargo, veo tu huella en tantas personas que me rodean... que sé que eres tan real ahora como cuando estabas vivo.

Y que parte de lo que yo soy, también te lo debo a ti.

Gracias, abuelo.

jueves, 31 de diciembre de 2015 0 comentarios

Tiempo que pasa

Qué lento pasaba el tiempo que tan rápido ha pasado.

A Mercedes le dijeron que nunca valdría la pena esperar, que esperar supondría morir cada día, como si la vida no fuera acaso descontar los días para un final incierto. Pero ella nunca se separó de la cama del hombre que le había preguntado qué haría en los próximos cuarenta años.

A Álex nunca le aceptaron en la escuela de música y deambulaba por las calles tocando una vieja guitarra que encontró entre la basura. Sé que lo pasó mal. Aún le recuerdo paseando en las calles nevadas, tiritando de frío y con una garganta en su canción. Tras besar a su hija en la frente, se subió al escenario olvidando otros tiempos, tiempos donde un negro no podía cantar.

A Sara le gustaba mirar pasar los coches desde su ventana. Hasta que una mañana de abril decidió correr las cortinas y tratar de olvidar que en uno de ellos se fue la vida de su madre.

A Marianela nunca le gustó su nombre, pero se enamoró de la forma en que lo decía Galdós. Una romántica que leía en la trastienda del bar las noches en que sus padres se deslomaban porque alcanzara algún día la universidad.

A Rosa le gustaba pasear por el parque de la mano de su novio, porque nunca pudo hacerlo de la mano de sus padres.

A Lucas no le gusta llorar porque los hombres nunca lloran, pero se olvidó del prejuicio cuando la acunó entre sus brazos, cuando le concedió un baile en su boda y cuando volvió a tararear otra nana.

A Jacinto le costaron tres matrimonios, cinco hijos y cincuenta cenas de Nochebuena descubrir que solo consigo mismo bastaba para ser feliz.

A Joaquín le tiembla el pulso cuando trata de escribir, porque el tiempo se le echó encima y poco a poco ha olvidado lo que sentía por su mujer. Los votos nunca se deben dejar para última hora, menos cuando te apoyas en la espalda de otra mujer.

A Pedro le gustaba mirarse al espejo y disfrazarse de Penélope, pero su hermano mayor siempre prefirió el frío desprecio y los viejos ojos morados. Algunos días hay quien se gira cuando Penélope pasa por su lado abrazando a su marido.


A Torres Espínola le crecían los negocios debajo de la puerta, los papeles verdes le devoraban la oficina y se creía rey de algún lugar olvidado de la justicia. Sus hijos ya no esperan que su padre les arrope, ni él se pudo llevar su riqueza a la tumba.

A Gabriel, su hija se le fugó con un novio. Pero cada Nochebuena sigue poniendo sus cubiertos a la mesa, esperando que él se la devuelva de la muerte.

A Teresa cada fin de año le recordaba que ya nunca oiría sus voces, pero miraba la cena en la mesa y sonreía con entereza para no apagar la sonrisa de sus nietos.

A Sara le costó veinte años descubrir el esfuerzo de su abuela. A Gabriel tan solo cuarenta. Rosa lo supo desde el principio.

A Raimunda se la espera siempre en su casa, sus hijos lloran por la noche, su marido abrumado por la pena espera en la puerta como un perro fiel. Cuando la puerta se abría cada noche, llegaba la felicidad a su silla de ruedas.

A Juan nadie lo quiere más que Quique. Todavía bailan cada Nochevieja en plena Puerta del Sol, donde fingieron conocerse por primera vez y olvidaron que Juan lo abandonó por anhelar una vida normal.

A Lucía le apasionaban los cuentos de príncipes azules y perdices para cenar. Aunque hoy despliega su pasión con María en el balcón.

A Enrique le encantaba la tradición, engalanar su casa por Navidad, divertir a sus hijos, bailar con su esposa en el salón, rasgar el ambiente con una guitarra, leer un cuento cada noche junto a sus camas. Y nunca tuvo reparos en abrir un rincón en su corazón al novio de su hijo.

A Dolores siempre le dijeron que el amor era para toda la vida, y siempre lo quiso, a pesar de que otros hombres pasaran por su cama, y de que nunca le dijeron cómo amar cuando la vida se viste de luto.

A Ramiro le encanta pasar tiempo con los amigos en el bar, recordaba viejas juergas juveniles con ellos, pero cuando cerraba la cancela, tan solo deseaba tener más tiempo para su hija.

A Paula no se le olvida su primer viaje a Granada, viendo la literatura hecha tierra que su padre soñó hasta desaparecer. Porque ella misma encontró su sueño en aquel muchacho que balbuceaba en inglés canciones de amor.

A Luis, siempre tan tímido, se le hacía un nudo en la garganta cuando acercaba sus labios al oído de María Gabriela, para decirle tras cinco largos años juntos que todavía te espero entre mis brazos, como la primera y hasta la última vez.

Qué lento pasaba el tiempo que tan rápido ha pasado.
sábado, 20 de septiembre de 2014 0 comentarios

Un mundo ausente

Cuando vuelvo a pasar por esas calles, solo siento la ausencia. No veo nada más que tu ausencia. Poco importa que el paisaje sea tan hermoso como siempre, que el atardecer ilumine con sus últimas fuerzas mis ojos y brillen en un ámbar ennegrecido. La naturaleza no ha sabido confortar tu pérdida y aún cuando sigo escribiendo, aún noto que vienes por detrás, me acaricias el pelo y te vas. Solo que sé que no estás, o peor, que no volverás, que es imposible que vuelvas.

Durante años me he preguntado por la muerte. Ahora que la tengo tan cerca, me pregunto más por la vida. Por esa vida que me devuelve los recuerdos, las miradas en las fotografías, tu voz en los vídeos. Nos pasamos el tiempo guardando la memoria para que después nos torture con su nostalgia. Con el tiempo pasado hemos creado una historia que nos hace llorar en nuestro presente desgraciado y que viene a ensombrecer los días venideros.


No sé qué es estar sin ti, porque allá donde miro, tú me miras. Sigues sonriendo eternamente. Y yo estoy aquí, solo, frente al tiempo taciturno, que me dejó las horas hastías de un mundo ausente.
martes, 22 de enero de 2013 0 comentarios

Una guerra diaria

En la ciudad llueve. Es el pensamiento de una mañana que quiso ocultar el sol. Lluvia. Las gotas me caen en la cara y solo puedo pensar en la nostalgia que me transmite un paisaje gris. Los edificios se alzan ocultando la auténtica belleza de su arquitectura. No fueron creados para perdurar. Tampoco como símbolo de lo bello. No están plasmados como una obra de arte. Y acaso me pregunto si una obra de arte no puede ser útil como un hogar que, a simple vista, parece tan frío como la lluvia.

Espero mientras las gotas recorren el camino que habrán de recorrer las ruedas de un autobús que no llega. Una pareja se despide con un beso en esta parada, el niño corretea a su alrededor y yo sonrío mientras suena L'estasi Dell'oro, la composición de un western con un silbido inolvidable. Una aventura que solo se puede vivir a través de una pantalla. Hoy cualquier cosa se puede vivir a través de una pantalla, pero no hay nada como el hecho cálido de un beso en una parada de autobús en una mañana lluviosa, mientras el vaho se hace visible a nuestros ojos y los niños juegan a fingir fumar.

Los días se repiten. Otra mañana será el sol dominante. Acaso las hojas de los árboles volverán a ser verdes cuando ahora podrían estar copadas de blanco. No hay mejor tiempo que el de la mirada que capta un segundo que nunca volverá a vivir. Lo captura como una fotografía. Y yo sigo pensando en aquella pareja, en aquel niño, en un autobús que tarda y en una clase que comenzará con un alumno menos. Preocupaciones de una vida presente que desaparecerán en una vida futura y que nunca existieron en una vida pasada. Me pregunto por la sonrisa tonta que se escapa de mis labios. No hay respuesta. O sí la hay. Es la nostalgia, es  la esperanza. Es un sentimiento que sabe a dos tiempos.


Es la desdicha de vivir cada día sin darse cuenta de que todos nuestros recuerdos son ya un camino recorrido y a superar por nosotros mismos. Quizás ellos no sabían ayer que se darían un beso que yo haría eterno. Quizás su preocupación en aquel momento no estaba en la mirada de un extraño, sino en una despedia diaria y cariñosa; la muestra de un esfuerzo por salir adelante de alguna situación desesperada. Porque la vida es así, una situación desesperada en la que necesitamos esperanzas, sueños que nos creamos para sobrevivirla.

Aquella misma mañana, la voz solemne en una clase magistral se dedicó a hablarnos de la máxima tragedia romántica que la literatura nos ha dado, sin nombres italianos. Silenciosamente llegó al final de la clase y soltó una última conclusión antes de marcharse. Sus palabras merecieron el sobrecogimiento de la sala, la emoción del escalofrío que te confirma que tiene razón, y la necesidad de compartir con todos el conocimiento más profundo de la vida. Pero no será hoy cuando reproduzca las palabras de un genio en el ocaso de su tiempo. Ni he de hablar de literatura, ni de amor. Solo de una guerra diaria. Porque no hay paz en el día a día. Porque vivir es estar en conflicto. Y en el momento de cerrar los ojos darse cuenta de que todo lo que somos y tenemos un día se esfumará. Eso es la guerra.

No importa quién venza, porque todos desaparecerán. Por eso prefiero vivir mis días sin lamentarme por los errores pasados. El agua no regresa a recorrer el mismo surco, avanza inexorablemente hacia el final, sea cual sea. Como el tiempo. Como mi tiempo.

Como tu tiempo.
viernes, 28 de diciembre de 2012 2 comentarios

Entre los recuerdos de tu nombre

No voy a negártelo. He pensado en la muerte. He pensado en el final de un camino, en un mar inmenso, he pensado en todos los que ya esperan. Incluso les puse voz a través de mis palabras. Tampoco te voy a negar que he pensado en el tiempo, que me siento preso, que me aprieta en sus cadenas. Que un reloj es tan sólo muestra de la esclavitud a la que nos atamos. Una cruz que va pesando cuanto más piensas en ella.

Pero tampoco voy a mentirte. También he pensado en ti. He pensado en el camino que vamos a recorrer juntos, en los ríos por los que paseamos, en todos los que nos abandonaron y en aquellos que nos acompañan. Incluso he querido retratar los sentimientos vividos en cada texto que mis dedos pasearon como una melodía por las teclas negras de letras blancas. Voy a decirte la verdad: soñé con el futuro, con agarrar tu mano para no soltarla y no sentirme atado. Que un anillo será sólo la muestra de que decidí sobre mi destino. De que, llegado el momento, me convertí en amo de mi sí y en sí supe que te amo.

Y si pienso en tu nombre, huelo al mar que nos vio crecer, veo el cielo de nuestros atardeceres encerrados en papel, o en pantalla. Y si pienso en tu nombre, también veo el horizonte donde ese mar y ese cielo se unen. Y si pienso en tu nombre, será que no puedo tocarte, será que no puedo acariciarte, será que no puedo sentirte, tan sólo en el recuerdo de tus sílabas.

Debo serte sincero: el olvido nunca llegará. Todo ha quedado bajo tu marca. Como una luz que ha escondido a la sombra y ahora lo baña todo. Quemas con tus manos mis recuerdos y los grabas en un rincón donde las olas no llegarán a ocultarlas. Y sé que moriré -desdicha de todo hombre- recordándote. Y no creas que eso me duele, no malpienses, porque te intento expresar que esa es la mayor alegría con la que podré vivir: saber que durante todos esos días señalados desde algún momento inocente amé, amo, y fui amado, soy amado. Y nada hay mejor que saber que fue cierto.

Y no habrá, ni hubo, ni hay ningún error en pensar que es, fue y será un acierto.

El cielo está estrellado, dijo Neruda. La luna en el mar riela, dijo Espronceda. Y nosotros compartimos una luna con su inseparable estrella.
 

No será la que más brille, no será parte de ninguna constelación importante. Quizás sea un punto insignificante, si alguna luz en nuestro universo puede serlo. Pero no importa, será nuestra promesa. Será el punto que ambos compartimos en la cima de alguna vocal. La inseparable compañera de una luna que siempre está pendiente de su estrella.

Sólo tengo la certeza de que nos iremos y aún seguirá la estrella brillando, aunque muriera hace milenios, emite su luz a todo el universo, expandiéndose a distancia, dejándonos ver la belleza de algo que no debería tener tiempo y lo tiene.

Mi deseo es proyectar tu nombre como esa luz. Sellarlo en el acero, atarme al cielo, ser un loco. Porque es de locos amar y no quiero estar cuerdo si no puedo hacerlo. No sé adónde nos llevarán nuestros pasos, pero espero construir el cielo contigo. Cada 28 de diciembre alzar de nuevo las alas, con más fuerza que la anterior ocasión. Y volar juntos cuando llegue el alba.

sábado, 1 de diciembre de 2012 0 comentarios

Unas últimas palabras

La ventana sólo le traía los recuerdos de una vida fugaz. No estaba preparado para irse, nadie lo estaba. Pero no podía soportarlo más, el dolor había ganado la batalla, la enfermedad lo arrastraba entre la oscuridad de una luz que se escondía entre las cortinas. Miraba hacia la profundidad sin saber qué veía. Aunque sabía perfectamente qué quería ver, una imagen difuminada, una imagen que le transmitía a la par alegría y tristeza.

Lo había acabado por asumir. Que se iría, que se estaba yendo. Y aún así, no pasaba un segundo sin lamentarlo, sin intentar saborear cada último destello de luz que sus ojos le permitieran ver. Quizás algún cabello rubio, quizás una niña llorando, quizás sus dos niños pequeños, un futuro incierto que dejaba en manos de quien más había amado. De por quién había sido capaz de iluminar un camino con las luces de la esperanza. Y apagar todas esas velas con un aire mortífero, un último aliento que teñía el dorado en luto. Tiempos felices que se deshacían como cualquier sonrisa en los últimos meses.


Un momento de descanso en mitad de una agonía, unos segundos que sabía que serían los últimos. Podría llamarlo un regalo de Dios, él, que creía, que siempre tenía la sonrisa y el hombro para apoyar. Otros sólo tenían lágrimas dedicadas a una larga enfermedad y a un breve momento de lucidez. Alguien le cogió de la mano. Pudo notar la humedad, sin saber si sería por el frío de un invierno anticipado o por las lágrimas recogidas en la palma de quien agarraba su mano en aquella tragedia anunciada.

Se había despedido. Había podido dedicar unas últimas palabras a cada uno de sus hijos, a su esposa. Había podido sentirse bien consigo mismo y, sin embargo, sólo tenía lamentos. Una vida truncada cuando más podía vivirla. Nunca vería nacer a sus nietos ni crecer a sus hijos, pero estaría siempre presentes entre ellos. No pudo llegar a imaginar todo lo que sucedería. De haberlo hecho, se hubiera reído, con ironía, con elegancia, con la simpleza de un hombre que siempre había creído en las ilusiones de la vida.

Muchos serían los que después de aquel día se preguntaran qué hubiera ocurrido si él, con su forma de ser, con su alegría, con su cercanía, siguiera entre ellos, siguiera caminando por las calles sabiendo con sólo un vistazo qué talla le vendría bien a cada cual.


-Tengo que pedirte perdón -pensó que decía, sólo balbuceaba medio inconsciente mientras alguien apretaba su mano con fuerza- nunca pensé que te daría este regalo. Nunca deseé sentirte llorar en Navidad, siempre pensé que este momento era para brillar, para recordar lo buenos que podemos ser aún cuando creemos que no lo somos. Siempre pensé que -tosió- era el momento de las sonrisas de los niños. Y ahora sólo oigo el llanto de mi Magdalena, siempre llora, siempre tiene miedo, y ahora no estaré para recordárselo, ni para abrazarla cuando me necesite. Tampoco podré ayudarte con ese nervio, ni podré levantarme una noche a ver qué le ocurre al pequeño. Lo siento, siento que lo que yo quería se pueda convertir en un peso para ti, pero espero que seas la mujer estupenda con la que me casé. Que sepas encontrar la vida que te mereces y que nunca me olvides, pero que no te retenga. Sé feliz, porque te lo mereces.

Dejó de intentar sujetar su mano. La luz se apagaba. El eco de una voz que le llamaba y él sólo sentía que las arañas que recorrían su cuerpo detenían su deambular. Y de esa forma, entre sollozos, ante la vista de los presentes, dejó caer sus párpados, dio un suspiro, intentó sonreír y nunca más volvió a levantarse.

Y de esa forma, la vida de todos cambió de rumbo, partiendo desde aquel cambio y regresando, de forma inevitable, a ese punto. Porque su sonrisa, su alegría, la persona que se había ido, había dejado una huella en forma de ausencia para todos los años venideros.

viernes, 3 de agosto de 2012 1 comentarios

Entre caballeros

Todos los presentes sabían que había caído en desgracia. Era un hombre detestable, con un aliento que desprendía alcohol a su alrededor. Vestía un traje viejo, de la época en la que fue un caballero admirado. Sus canas se habían rebelado y se escapaban del sombrero polvoriento que llevaba sobre su cabeza. Sus manos de dedos largos y finos, estaba consumidas por arrugas y arañazos mal curados. Sus ojos se ocultaban detrás de unos cristales mugrientos, cuya montura estaba oxidada. Sin embargo, lo que llamó mi atención fue el contraste entre sus zapatos y el resto de su cuerpo. Negros y relucientes, con las cuerdas atadas en un nudo perfecto, tan elegante como hubiera sido él años atrás. Con una delicadeza femenina, apartó las gafas de sus ojos que, clavados en mí, parecían rugir, quemarlo todo. El silencio, vivo espectador de aquel encuentro, hizo que escuchara mis propios latidos, lentos.

-Hola, maestro.

Su presencia siempre me hacía sentir más pequeño. Retroceder los años vividos, las experiencias, la vida rebobinaba en su presencia hasta un aula marginal de un barrio pobre. Y él, delante de aquellos niños sin futuro, con su traje impecable, sus perfectos zapatos negros, su sombrero colgado en la percha rota, dejando al descubierto una corta melena oscura. Y su sonrisa. Aquellos deslumbrantes dientes que se mostraban tan sinceros y tan juveniles. Él nos enseñó las herramientas para la vida, nos inspiró para soñar, nos dio la vida que no teníamos en apenas unas horas a la semana. Todo como una beneficiencia de un rico empresario, su padre, que costeando sus estudios liberales en el extranjero, le permitía aquel experimento en un lugar donde no llamara la atención. Y gracias a él yo había llegado hasta donde estaba, en mi cumpleaños, rodeado de gente tan glamurosa como detestable, mientras que él había sido olvidado por una sociedad que no quería gente que creara sueños para los demás. Yo nunca lo había podido olvidar, pero ahora todo era distinto, todo salvo sus zapatos. Los mismos con los que un día lo enterramos. Él asintió y yo suspiré por última vez. Son curiosas las formas en las que la Muerte se nos presenta.

sábado, 14 de julio de 2012 1 comentarios

El final del camino

Abrió la puerta del coche como tantas otras veces, entró en él y lo arrancó a la segunda. No iba a tener suerte tampoco aquella vez para poder arrancarlo a la primera. Y quizás esos segundos que tardó fueron decisivos.

La carretera avanzaba dejando atrás todos los edificios, mientras él miraba por el cristal de su coche la vida a su alrededor descrita en otros conductores, en otras vidas que nunca conocería, tan anónimas como él y sus manos sobre el volante. Sonrió porque tenía motivos para sonreír. Porque tanta lucha y tanto trabajo habían dado los frutos de un hermoso árbol que tantas veces creyó marchito. Ahora sabía que había un dios velando por él y que, con su ayuda, había llegado al final de un arduo y doloroso camino. Sabía también que él sería un nuevo instrumento para que otros pudieran superar aquel hoyo en que caían al consumir por primera vez cualquier droga, sin importar su nombre, aspecto, color…


La vida era estupenda. Eso lo había descubierto cuando había dejado pasar tantos años en balde, cuando se había perdido tantas cosas que ya no volverían… y tantas personas que ya no podrían verlo con los mismos ojos. Y aunque había renovado su vida, aunque se sentía nacer de nuevo, sabía que había perdido de forma tonta todo lo que nunca supo apreciar en su pasado.

Y ahora lo volvía a tener todo. En verdad, todo era ahora como debería haber sido. Aunque estaba lejos de su familia, lejos de todos los que quería. Era el precio a pagar de una vida dedicada a un vicio que le quemaba por dentro tanto como ardía todo lo que debió de querer. Y uno de esos soles que echaba de menos era una niña chica a la que deseaba ver con fuerza, a la que mandaba a su madre a ver de vez en cuando, para que no desapareciera el rastro de su voz en los recuerdos de una hija que, en realidad, nunca lo iba a olvidar.

Pronto dejaría de viajar tanto, había encontrado otro trabajo de contabilidad. La vida la sonreía también en el amor. Y su trabajo con el sacerdote era reconfortante para su espíritu. Sentía que pagaba una deuda que siempre había pesado en su alma.


Sonreía ahora por todas las veces que había sufrido. Y cuando cerró los ojos, vio a su hija, y supo que Dios lo llamaba ahora, cuando había viajado todo aquel peligroso camino a salvo, para que disfrutara de su superación pero hiciera sufrir a los suyos una última vez. Porque no volvería a verla, ni a tirarse una fotografía con ella, porque había perdido la oportunidad de recuperar sus seis años de vida. Y porque al final del camino sólo se veía la luz de las miradas de aquellos a los que había decepcionado.

Su coche no volvió a rodar por la carretera. Aquel agosto ardiente del 90 impidió que volviera a hacerlo. Un suspiro de su corazón fue lo último que se escuchó en el estruendo de un accidente que dio un vuelco al corazón a todos los que conocieron su nombre y su historia.

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