Qué lento pasaba el tiempo que tan rápido ha pasado.
A Mercedes le dijeron que nunca valdría la pena esperar, que esperar supondría morir cada día, como si la vida no fuera acaso descontar los días para un final incierto. Pero ella nunca se separó de la cama del hombre que le había preguntado qué haría en los próximos cuarenta años.
A Álex nunca le aceptaron en la escuela de música y deambulaba por las calles tocando una vieja guitarra que encontró entre la basura. Sé que lo pasó mal. Aún le recuerdo paseando en las calles nevadas, tiritando de frío y con una garganta en su canción. Tras besar a su hija en la frente, se subió al escenario olvidando otros tiempos, tiempos donde un negro no podía cantar.
A Sara le gustaba mirar pasar los coches desde su ventana. Hasta que una mañana de abril decidió correr las cortinas y tratar de olvidar que en uno de ellos se fue la vida de su madre.
A Marianela nunca le gustó su nombre, pero se enamoró de la forma en que lo decía Galdós. Una romántica que leía en la trastienda del bar las noches en que sus padres se deslomaban porque alcanzara algún día la universidad.
A Rosa le gustaba pasear por el parque de la mano de su novio, porque nunca pudo hacerlo de la mano de sus padres.
A Lucas no le gusta llorar porque los hombres nunca lloran, pero se olvidó del prejuicio cuando la acunó entre sus brazos, cuando le concedió un baile en su boda y cuando volvió a tararear otra nana.
A Jacinto le costaron tres matrimonios, cinco hijos y cincuenta cenas de Nochebuena descubrir que solo consigo mismo bastaba para ser feliz.
A Joaquín le tiembla el pulso cuando trata de escribir, porque el tiempo se le echó encima y poco a poco ha olvidado lo que sentía por su mujer. Los votos nunca se deben dejar para última hora, menos cuando te apoyas en la espalda de otra mujer.
A Pedro le gustaba mirarse al espejo y disfrazarse de Penélope, pero su hermano mayor siempre prefirió el frío desprecio y los viejos ojos morados. Algunos días hay quien se gira cuando Penélope pasa por su lado abrazando a su marido.
A Torres Espínola le crecían los negocios debajo de la puerta, los papeles verdes le devoraban la oficina y se creía rey de algún lugar olvidado de la justicia. Sus hijos ya no esperan que su padre les arrope, ni él se pudo llevar su riqueza a la tumba.
A Gabriel, su hija se le fugó con un novio. Pero cada Nochebuena sigue poniendo sus cubiertos a la mesa, esperando que él se la devuelva de la muerte.
A Teresa cada fin de año le recordaba que ya nunca oiría sus voces, pero miraba la cena en la mesa y sonreía con entereza para no apagar la sonrisa de sus nietos.
A Sara le costó veinte años descubrir el esfuerzo de su abuela. A Gabriel tan solo cuarenta. Rosa lo supo desde el principio.
A Raimunda se la espera siempre en su casa, sus hijos lloran por la noche, su marido abrumado por la pena espera en la puerta como un perro fiel. Cuando la puerta se abría cada noche, llegaba la felicidad a su silla de ruedas.
A Juan nadie lo quiere más que Quique. Todavía bailan cada Nochevieja en plena Puerta del Sol, donde fingieron conocerse por primera vez y olvidaron que Juan lo abandonó por anhelar una vida normal.
A Lucía le apasionaban los cuentos de príncipes azules y perdices para cenar. Aunque hoy despliega su pasión con María en el balcón.
A Enrique le encantaba la tradición, engalanar su casa por Navidad, divertir a sus hijos, bailar con su esposa en el salón, rasgar el ambiente con una guitarra, leer un cuento cada noche junto a sus camas. Y nunca tuvo reparos en abrir un rincón en su corazón al novio de su hijo.
A Dolores siempre le dijeron que el amor era para toda la vida, y siempre lo quiso, a pesar de que otros hombres pasaran por su cama, y de que nunca le dijeron cómo amar cuando la vida se viste de luto.
A Ramiro le encanta pasar tiempo con los amigos en el bar, recordaba viejas juergas juveniles con ellos, pero cuando cerraba la cancela, tan solo deseaba tener más tiempo para su hija.
A Paula no se le olvida su primer viaje a Granada, viendo la literatura hecha tierra que su padre soñó hasta desaparecer. Porque ella misma encontró su sueño en aquel muchacho que balbuceaba en inglés canciones de amor.
A Luis, siempre tan tímido, se le hacía un nudo en la garganta cuando acercaba sus labios al oído de María Gabriela, para decirle tras cinco largos años juntos que todavía te espero entre mis brazos, como la primera y hasta la última vez.
Qué lento pasaba el tiempo que tan rápido ha pasado.
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