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sábado, 1 de diciembre de 2012 0 comentarios

Unas últimas palabras

La ventana sólo le traía los recuerdos de una vida fugaz. No estaba preparado para irse, nadie lo estaba. Pero no podía soportarlo más, el dolor había ganado la batalla, la enfermedad lo arrastraba entre la oscuridad de una luz que se escondía entre las cortinas. Miraba hacia la profundidad sin saber qué veía. Aunque sabía perfectamente qué quería ver, una imagen difuminada, una imagen que le transmitía a la par alegría y tristeza.

Lo había acabado por asumir. Que se iría, que se estaba yendo. Y aún así, no pasaba un segundo sin lamentarlo, sin intentar saborear cada último destello de luz que sus ojos le permitieran ver. Quizás algún cabello rubio, quizás una niña llorando, quizás sus dos niños pequeños, un futuro incierto que dejaba en manos de quien más había amado. De por quién había sido capaz de iluminar un camino con las luces de la esperanza. Y apagar todas esas velas con un aire mortífero, un último aliento que teñía el dorado en luto. Tiempos felices que se deshacían como cualquier sonrisa en los últimos meses.


Un momento de descanso en mitad de una agonía, unos segundos que sabía que serían los últimos. Podría llamarlo un regalo de Dios, él, que creía, que siempre tenía la sonrisa y el hombro para apoyar. Otros sólo tenían lágrimas dedicadas a una larga enfermedad y a un breve momento de lucidez. Alguien le cogió de la mano. Pudo notar la humedad, sin saber si sería por el frío de un invierno anticipado o por las lágrimas recogidas en la palma de quien agarraba su mano en aquella tragedia anunciada.

Se había despedido. Había podido dedicar unas últimas palabras a cada uno de sus hijos, a su esposa. Había podido sentirse bien consigo mismo y, sin embargo, sólo tenía lamentos. Una vida truncada cuando más podía vivirla. Nunca vería nacer a sus nietos ni crecer a sus hijos, pero estaría siempre presentes entre ellos. No pudo llegar a imaginar todo lo que sucedería. De haberlo hecho, se hubiera reído, con ironía, con elegancia, con la simpleza de un hombre que siempre había creído en las ilusiones de la vida.

Muchos serían los que después de aquel día se preguntaran qué hubiera ocurrido si él, con su forma de ser, con su alegría, con su cercanía, siguiera entre ellos, siguiera caminando por las calles sabiendo con sólo un vistazo qué talla le vendría bien a cada cual.


-Tengo que pedirte perdón -pensó que decía, sólo balbuceaba medio inconsciente mientras alguien apretaba su mano con fuerza- nunca pensé que te daría este regalo. Nunca deseé sentirte llorar en Navidad, siempre pensé que este momento era para brillar, para recordar lo buenos que podemos ser aún cuando creemos que no lo somos. Siempre pensé que -tosió- era el momento de las sonrisas de los niños. Y ahora sólo oigo el llanto de mi Magdalena, siempre llora, siempre tiene miedo, y ahora no estaré para recordárselo, ni para abrazarla cuando me necesite. Tampoco podré ayudarte con ese nervio, ni podré levantarme una noche a ver qué le ocurre al pequeño. Lo siento, siento que lo que yo quería se pueda convertir en un peso para ti, pero espero que seas la mujer estupenda con la que me casé. Que sepas encontrar la vida que te mereces y que nunca me olvides, pero que no te retenga. Sé feliz, porque te lo mereces.

Dejó de intentar sujetar su mano. La luz se apagaba. El eco de una voz que le llamaba y él sólo sentía que las arañas que recorrían su cuerpo detenían su deambular. Y de esa forma, entre sollozos, ante la vista de los presentes, dejó caer sus párpados, dio un suspiro, intentó sonreír y nunca más volvió a levantarse.

Y de esa forma, la vida de todos cambió de rumbo, partiendo desde aquel cambio y regresando, de forma inevitable, a ese punto. Porque su sonrisa, su alegría, la persona que se había ido, había dejado una huella en forma de ausencia para todos los años venideros.

sábado, 14 de julio de 2012 1 comentarios

El final del camino

Abrió la puerta del coche como tantas otras veces, entró en él y lo arrancó a la segunda. No iba a tener suerte tampoco aquella vez para poder arrancarlo a la primera. Y quizás esos segundos que tardó fueron decisivos.

La carretera avanzaba dejando atrás todos los edificios, mientras él miraba por el cristal de su coche la vida a su alrededor descrita en otros conductores, en otras vidas que nunca conocería, tan anónimas como él y sus manos sobre el volante. Sonrió porque tenía motivos para sonreír. Porque tanta lucha y tanto trabajo habían dado los frutos de un hermoso árbol que tantas veces creyó marchito. Ahora sabía que había un dios velando por él y que, con su ayuda, había llegado al final de un arduo y doloroso camino. Sabía también que él sería un nuevo instrumento para que otros pudieran superar aquel hoyo en que caían al consumir por primera vez cualquier droga, sin importar su nombre, aspecto, color…


La vida era estupenda. Eso lo había descubierto cuando había dejado pasar tantos años en balde, cuando se había perdido tantas cosas que ya no volverían… y tantas personas que ya no podrían verlo con los mismos ojos. Y aunque había renovado su vida, aunque se sentía nacer de nuevo, sabía que había perdido de forma tonta todo lo que nunca supo apreciar en su pasado.

Y ahora lo volvía a tener todo. En verdad, todo era ahora como debería haber sido. Aunque estaba lejos de su familia, lejos de todos los que quería. Era el precio a pagar de una vida dedicada a un vicio que le quemaba por dentro tanto como ardía todo lo que debió de querer. Y uno de esos soles que echaba de menos era una niña chica a la que deseaba ver con fuerza, a la que mandaba a su madre a ver de vez en cuando, para que no desapareciera el rastro de su voz en los recuerdos de una hija que, en realidad, nunca lo iba a olvidar.

Pronto dejaría de viajar tanto, había encontrado otro trabajo de contabilidad. La vida la sonreía también en el amor. Y su trabajo con el sacerdote era reconfortante para su espíritu. Sentía que pagaba una deuda que siempre había pesado en su alma.


Sonreía ahora por todas las veces que había sufrido. Y cuando cerró los ojos, vio a su hija, y supo que Dios lo llamaba ahora, cuando había viajado todo aquel peligroso camino a salvo, para que disfrutara de su superación pero hiciera sufrir a los suyos una última vez. Porque no volvería a verla, ni a tirarse una fotografía con ella, porque había perdido la oportunidad de recuperar sus seis años de vida. Y porque al final del camino sólo se veía la luz de las miradas de aquellos a los que había decepcionado.

Su coche no volvió a rodar por la carretera. Aquel agosto ardiente del 90 impidió que volviera a hacerlo. Un suspiro de su corazón fue lo último que se escuchó en el estruendo de un accidente que dio un vuelco al corazón a todos los que conocieron su nombre y su historia.

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