Los años de la soledad imperante son los que menos recuerdo. La memoria se acostumbra a nuestra vida actual y desecha otras formas de vida que ahora resultan lejanas, vanas, olvidadas. Como si hubieran pertenecido a otra persona que no soy yo, que no eres tú. Que no somos nosotros. Podríamos inventarnos nuestros recuerdos, nadie nos dijo que fueran ciertos. Podríamos pensar que siempre vivimos juntos, que no hubo pasado infeliz, sino presente satisfecho. Podríamos, en fin, vencer a la muerte creando la vida.
Pero nos mentiríamos. Y desecharíamos con la tristeza, la alegría. La alegría que me da recordarte como quiero hacerlo, tontamente, como fuimos de niños, de adolescentes. Esos tontos que se reían de todo, que lloraban por todo, que sentían la vida como ya no la sentimos. No es verdad que fuéramos amigos desde el principio, tan solo conocidos en un patio de colegio inmenso, un microcosmos de media hora diaria que nos parecía suficiente. Tú te marchabas a casa con tus padres, yo recorría las calles de Almuñécar. Dos senderos distintos que llevaban, sin embargo, a dos calles de distancia, dos calles insalvables para quienes no se conocen, para quienes estaban, en fin, condenados a no conocerse por las desdichas familiares.
Maduramos nuestra amistad como se hace el buen vino: con tiempo, con toda clase de tiempo. Con ese tiempo de silencios incómodos que atravesaban nuestras ventanas luminosas, con ese tiempo de conversaciones ingenuas en la tierra naranja de un nuevo patio. Con ese tiempo que se hizo largo, que atravesó veranos, que llegó hasta el invierno de un mes de mayo, cuando ya supe que te irías de mi lado.
Pero me mentí. Y juntamos los recuerdos nuevos de vidas distantes, como un rompecabezas del que no conocemos la imagen definitiva, pero nos satisface el colocar las piezas y probar a ver la silueta que vamos creando. Llegaron, creo, tus peores penas. Y cumpliste más años en tres estaciones que en diecinueve primaveras. Sabía que no lo merecías. Quizás por eso supe que mi camino estaba a tu lado, porque tú me dejabas cuidar de un corazón roto y yo intentaba siempre curarlo.
Vinieron entonces otros años. Los que mejor recuerdo. Te he visto sonreír hasta en el rincón más oculto de tu alma. Te he visto llorar las lágrimas que guardabas de tus inviernos. Te he visto ahora en el pasado y he reescrito nuestra historia. Me he divertido imaginándonos felices en una infancia soñada juntos. En una adolescencia sin calles distantes. En corazones vivos. En un futuro vibrante.
Pero miento. Porque también te he fallado. Y he vuelto a traerte los años de la soledad al recuerdo. Y he visto crecer las canas de la nieve de tus lágrimas. Y solo vivo ahora, creo, por ver tu sonrisa.
Por escribir una nueva historia a partir de ahora. Por crear esa infancia para quien venga a ocuparla. Por darte la mano y no soltarla nunca. Por quererte supongo como te he querido siempre: de manera secreta, de manera silente, pero siempre sonriente.
Y quizás esta sea la única verdad de este recuerdo. El recuerdo que me traen los años que viviremos juntos sobre los que vivimos solos.
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