A MB.
Se quedó mirándolo absorta, con los ojos perdidos en el infinito, pensando en todo el tiempo que había pasado desde que se conocieron hasta ese mismo instante... ¿5, 33, 48... años? Ya ni se acordaba. Y él tampoco debía hacerlo. Se asemejaba a un niño pequeño, como sus hijos, los que tuvieron juntos, los que ya no estaban con ella. No, mejor dicho, era como un hijo más. La enfermedad era así... ¿cómo era? Alzheimer. Recordaba, eso sí, que alguien le había dicho que no merecía la pena pasar los últimos años de su vida cuidando de alguien que iba a olvidarlo todo. Qué tontería juzgar aquel amor en espera de un agradecimiento.
¿Cómo iba a dejarlo con extraños que no le amaran tanto como lo hacía ella, que hasta por la noche le hacía arrumacos como si fuera un bebé? Como cuando dormía junto a la cuna de su hermano pequeño. Y él la abrazaba con fuerza y podía escucharlo llorar y ella le decía: ea, ea, ea... Y la apretaba con fuerza y le mecía los cabellos y le besaba la boca... Y ella se ruborizaba como cuando fue adolescente, como en su primer beso durante un baile... ¿Dónde fue? Solo le venían a la cabeza las risas y el sonido de una música atronadora. Y su cálido abrazo.
No estaba tan mal, solo que a veces no la llamaba por su nombre... Le hacía tambalearse la idea de no volver a encontrarlo en medio de tantas lagunas. Pero siempre había ocasiones en que se cruzaban sus voces y conversaban por horas, hasta que la luna iluminaba tanto el cielo que comenzaba a amanecer. En esas noches, solían bailar, como antaño, como en el primer beso. Y repasaban uno a uno los nombres de su familia: los que ya no estaban, los que seguían cerca, los que estaban lejos y los nuevos, los recién llegados. Historias que se iban entrelazando y que a ella la dejaban agotada, mientras que él, con la cara iluminada, razonando como no solía escucharlo, narraba con seguridad y soltura cientos de anécdotas de una vida que parecía pertenecer a otras dos personas, pero que era la historia de sus vidas.
Fijó su atención en la taza de té que había a su lado, no recordaba cuándo la había preparado, pero aún estaba tibia cuando la probó. Los últimos rayos de sol del atardecer se filtraban por la persiana y proporcionaban luz a la penumbra de aquella habitación. Vio entonces que él estaba allí de pie, mirándola. Sus ojos se cruzaron y él sonrió. Parecía lúcido.
-Ven, mi pequeño Alejandro, ven -dijo ella, sabiendo lo que aquella mirada traviesa significaba.
Y Gabriel abrazó con ternura a su mujer enferma.
1 comentario:
La lagrimilla ahí, a punto de caer. Jo. Qué bonito.
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