Hay hechos que cambian una vida para siempre. Y con ella, la de todos los demás. No sé siquiera si yo hubiera sido tal como soy si tú hubieras estado, ni siquiera acaso si hubiera nacido. Pero siempre me quedaré con las ganas de haberte conocido. Siempre pensaré que me perdí momentos que nunca existieron. No digo que no haya sido feliz, pero muchas cosas hubieran sido distintas. Estoy seguro.
Tú eres uno de esos ¿y si...? en los que no me importa perderme. He ido rescatando retazos de ti como si fueras un sueño. Recuerdos prestados que forman un retrato entre el idilio y las anécdotas. No creo que fueras perfecto, nadie lo es. Pero también sé que lamento no haberte conocido, porque me perdí a alguien único. Y a alguien con quien siento que compartía cosas. Cosas que quizás tú hubieras comprendido mejor que nadie. Pero no, no estabas. Te llevó la enfermedad demasiado pronto y dejaste tras de ti mujer, una niña y dos niños pequeños. Uno de ellos ni siquiera te recordará bien. Y claro, ¿cómo me ibas a conocer a mí? Si yo llegué a nacer siete años tras tu muerte.
Para empezar a recordarte, me gusta pensar en las fotos que guardo de ti, esas fotografías que tanto tardé en descubrir escondidas en una vieja maleta. Resguardadas para evitar que la memoria se tiñera de nostalgia y melancolía por una desgracia compartida. Nadie guarda de ti malas palabras. Dicen que nadie las guarda de quienes mueren, pero a veces lo dudo. Tan solo que sufriste. Que tus últimos días fueron los peores. Momentos de auténtico pánico que aún hoy lograron hacer llorar a tu Magdalena; dejaste una cicatriz difícil.
Sí, te vi fumar. Y también sé que te gustaba el boxeo. No comparto contigo esas aficiones, pero es por ti por quien me hice cofrade antes aún de saber lo que eso significaba. Tradición familiar. Y te veo tan joven, vestido de romano en una Semana Santa. O portando alguno de aquellos primeros tronos. Supongo que lo vivías con la devoción habitual de la época, pero hay algo en esas imágenes que me hablan de emoción, incluso de felicidad. Esa sonrisa que se te escapa hacia quien te hacía una foto en blanco y negro con tu escudo. La misma sonrisa que no pudiste evitar al tener a tu hija entre brazos, aunque apenas se te viera el rostro, cortado por un mal encuadre.
Te gustaban los niños. A ella no, pero tú querías llevarlo todo adelante. Al final la dejaste sola con ellos, y aún así, te entiendo bien. Se habla mucho de ese deseo de maternidad como si acaso no existiera el deseo de paternidad. Esa felicidad que se nota al compartir momentos con tus hijos, con tu familia. Ese brillo en la mirada durante los cumpleaños, durante otros tiempos más fáciles para todos. Pero tranquilo, también hubo imágenes para momentos más cotidianos, incluso no siempre sales sonriendo. Ya te dije que nadie era perfecto.
Pescabas, hasta ganaste algún premio cazando pulpos. Te vi como un escuálido adolescente en tiempos monocromos. Y con un gran bigote mirando el televisor. Sé también que reconocías la talla de las personas solo con mirarlas. Y que te fuiste en Navidad.
Hoy te he vuelto a recordar porque te tengo presente. Eres en mi cabeza la sombra de una persona que nunca conocí. Quizás como un personaje más de ficción. Y, sin embargo, veo tu huella en tantas personas que me rodean... que sé que eres tan real ahora como cuando estabas vivo.
Y que parte de lo que yo soy, también te lo debo a ti.
Gracias, abuelo.