Hoy hace un año que falleciste y he pensado en lo rápido que ha pasado el tiempo. Tan rápido que no me di cuenta de tu ausencia. Que no te he echado en falta, aunque sufrí cuando supe que habías muerto, me entristeció, pensé que, en fin, contigo se iba una parte de mí. Quizás me equivocaba, pero en aquel momento lo sentí real. No, me equivocaba claramente. Me equivocaba porque no te echo de menos, no me acuerdo de ti salvo porque ha llegado este macabro aniversario y me lo recuerdan otros.
Es evidente. No te quería tanto como pensaba. En realidad, seguramente nunca te quise. Porque no te conocí nunca. Porque nunca compartimos un momento juntos, o al menos no de la forma en que hubiera podido desear. En realidad, yo estaba contigo, yo te veía, o te escuchaba, o te leía.. pero tú a mí no. Nunca nos cruzamos el tiempo suficiente como para que en mi vida note que me faltas. Y, sin embargo, me duele ver que ha pasado un año desde tu muerte, que ha pasado tan rápido, tan... sin darme cuenta, sin percatarme de que el impacto se fue. Que incluso vinieron otros. Y que también con el resto sentí algo similar.
Lo confieso: no sentí lástima de ti, sentí lástima por mí, o por nosotros, por todos los que nos quedamos. Sentí pena porque contigo se fue una parte de mí, todo aquello que hiciste y que yo relacioné con mi identidad, con la persona que hoy soy. Y también porque contigo se iba tu futuro, tus posibilidades de seguir removiéndome, hacerme sentir de nuevo una conexión especial o, simplemente, disfrutarte.
Nunca te conocí, no veo por las calles tu recuerdo, no me acompaña en el corazón tu ausencia y, sin embargo, cuánta tristeza, cuánto dolor me da pensar que desapareciste para siempre. Y que contigo se fragmentó mi pasado y parte de mi ser.