No podía dudar. Él se había forjado una imagen de la vida y ahora, en ese instante, dudaba. Y no podía. No debía dar marcha atrás, destrozar todo lo que había creado a su alrededor, la proyección de un mundo que a él le parecía perfecto. Y, sin embargo, allí estaba. Viendo todas sus imperfecciones. Como si su puzzle hubiera sido despedazado en piezas, pero no le importara. Porque eso era lo realmente interesante: no le importaba perder ese mundo, porque otro se estaba creando entre sus restos.
Y los ladrillos que habían compuesto su vida se derrumbaban para dejar paso a un nuevo edificio, uno hecho desde la tierra, como un árbol. Las raíces siempre habían estado ahí, eso él lo sabía. Pero tanto tiempo negándolo, tanto tiempo sin regar aquellas ideas, habían hecho que desaparecieran en lo más profundo de su ser. No le importaba ver cómo todo se derrumbaba, le gustaba más ver aquel árbol que crecía, aquella nueva vida que comenzaba, que recomenzaba, donde tanto tiempo atrás otros habían decidido talarlo. Y sonreía como un chiquillo, se sentía así.
Ahora recorría parajes que nunca hubiera pensado que recorrería, conocía a su alrededor personas que le iban a sorprender. Pero, sobre todo, no estaba solo en aquel lugar. Ella había sido precisamente quien, con su fuerza, había alcanzado las raíces de la perfección. Y ella era, precisamente, como ese árbol que florecía: siempre había estado ahí. Y deseaba seguir estando según pasaran las estaciones, perenne, sin perder nunca sus ilusiones, sus sueños, sujetándose, a su vez, a ese árbol que juntos habían logrado crear. Él con la semilla, ella con su amor. Y juntos, únicos.
Se conocían aún cuando él no tenía murallas a su alrededor. Pero cuando se crearon, ella fue la única que siguió caminando entre las almenas. Ahí de forma constante, expectante de la construcción de un ser que le desvelaba los rincones de su edificio más personal: su vida. Ella nunca había dudado de él, aunque dudaba de sí misma. Él, escondido de sus sentimientos, la sujetaba. Habían sido imprescindibles el uno para el otro y habían tardado años en darse cuenta, hasta que la evidencia les llevó a unir sus manos y tirar los muros de sus antiguas vidas. Enterrar las dudas, hacer crecer un árbol, escribir sobre su amor, y esperar a acabar su vida juntos contemplando cómo el fruto maduraba en aquella frondosa relación que dejaba tras de sí estelas de sufrimientos y alegrías a la par.