Cuando miraba a su alrededor sólo veía recuerdos, tristes o alegres, pero recuerdos de otros tiempos pasados. Era el lugar donde lo había vivido todo, desde sus mejores risas hastas sus peores lágrimas. Allí aprendió a sufrir y también a levantarse. Allí quedaban marcados entre antiguos regalos las relaciones que se olvidaron en el insípido y mal nombrado odio. Cerraba los ojos y tan sólo pensaba en otro lugar, a noventa kilómetros de distancia; un lugar donde no hay recuerdos tan profundos que se claven dentro de él.
¿Por qué se le hace tan fácil vivir solo y tan lejos de casa? Porque allí donde está puede comenzar una nueva vida: ya no ser quien fue sino quien quiere ser. Sin fundamentos, sin apariencias. Vive la realidad de querer saber donde está y mantenerse como quien es. Se sorprende de que al volver a casa, todo sea distinto y, a la vez, tan semejante. Reencontrarse con viejos conocidos tiene ahora un cariz distinto; aunque en verdad apenas los viera antes, ahora cuando los ve la experiencia se nota distinta, como si fueran personas diferentes, de un remoto pasado que quizás quiere olvidar. Todo parece diferente, pero, en el fondo, él se siente el mismo
Ha ido y ha vuelto tantas veces que se está haciendo hombre de dos espacios alejados entre sí. Y ahora está parado en la frontera. Allí sentado, mientras el último autobus de la tarde llega para que pueda regresar a su nuevo hogar, él sigue esperando. En aquella estación donde recuerda todos los trenes que pasaron y las ocasiones que se marcharon para no volver.
Él ya tenía un nuevo billete en la mano. En aquella ocasión, no iba a desperdiciar ningún segundo. Porque si lo hiciera, nunca podría perdonárselo.
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