A su alrededor veía la casa que iba a abandonar. No era la casa de
sus padres, era la casa de su niñez, la casa en la que cada esquina
tenía un recuerdo que se había borrado de su conciencia, pero que le
traía a la mente cierta nostalgia inusual, como si el niño que habitaba
en su interior estuviera llorando, igual que los ojos de quien se
abrazaba a él en un emotivo adiós... o mejor, un hasta luego. Él se
marchaba, dejando atrás aquel lugar en el que había pasado de jugar
tumbado en el suelo en la más tierna inocencia a sentarse para hablar de
decisiones en un sillón que, aunque quizás siguiera siendo algo grande
para él, mostraba el camino hacia la adultez que estaba recorriendo.
Aquella casa que siempre había estado a dos ascensores del hogar de sus
padres.
Su cabeza giraba entre la voz de su abuela recordando tiempos que él no vivió y los ojos enrojecidos de aquella persona que lo había criado, su bisabuela, que aún no podía creerse que el niño que la dejaba dormir tranquila mientras jugaba en un imaginativo silencio se marchara a estudiar a la capital, a tanta distancia que ya no podría asomarse al balcón de su patio para llamarlo, siquiera para verlo, siquiera para saber si estaba bien. Hacía años que ya no vivía en aquel lugar, pero era ahora que se marchaba cuando ella iba a notar más su ausencia.
Y,
en parte, fue en aquel momento en que él se percató de lo que dejaba
atrás, mientras se dirigía a la salida y observaba al final del pasillo
la cama en la que hacía tanto tiempo había dormido, el pasillo que
tantas veces había recorrido... El hogar de una infancia perdida en el
olvido.
Cuando abrió la puerta para irse, sintió que en ese momento era cuando había llegado a comprender el paso tan importante que había dado en su vida. Y que, en parte, no había marcha atrás.
Ya no volvería a jugar en aquel suelo, ya no volvería a correr descalzo por aquel pasillo, ya no volvería a dormir en aquella cama. Ya no sería más un niño. Y el silencio incómodo se apoderó de él. Sabiendo que, cuando subiera al autobus, dejaría atrás el pueblo en el que había vivido sin que éso le importara, pues el pesar más grande sería haber dejado atrás el tiempo de la inocencia, de las despreocupaciones, de los tiempos en que todo se arreglaba con las sabias palabras de alguien mayor.
Dejaría atrás todo éso... Porque ahora él sería quien mantendría la inocencia a otros, quien se preocuparía para que otros no se preocuparan, quien daría los consejos a quien los necesitara. Porque en éso se había convertido tras atravesar aquel camino y llegar hasta donde había llegado. Y no se arrepentía de ello. Es más, sólo se le ocurría hacer una cosa:
Sonreír,
porque aunque atrás dejaba momentos maravillosos que no volverían,
sabía que el resto del camino también estaría salpicado de situaciones por vivir y nunca olvidar.
Merecía la pena dar aquel paso.
Merecía la pena dar aquel paso.
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