No hay palabras cuando se intenta describir algo que es más
grande que cualquier conocimiento racional de la mente humana. Hay cuestiones
que trascienden a nuestro saber y que son parte de un lenguaje que
desconocemos, pero que somos capaces de usar. Llegado el momento, y sin saber
porqué, crece en nosotros un sentimiento que lo invade y lo cambia todo. Y
desde entonces, no volvemos a ser los mismos.
Muchos han hablado de ello por enlaces neurológicos, otros
han hablado de un espíritu independiente de la materia fría y gris, los más
románticos optaron por llamarlo amor.
Yo he decidido no llamarlo, porque si hay
algo que merece no tener nombre, es esto. Si todo ello se describe en un
lenguaje falto de palabras, pero lleno de miradas, falto de sílabas, pero lleno
de abrazos, falto de letras, pero lleno de silencios, ¿cómo podría siquiera un
sonido intentar recrear una realidad que escapa a nuestros manos porque está
dentro de ellas?
Porque dibujamos, escribimos, suspiramos por ello. Lo
llamamos de mil formas distintas, para retratar lo que sentimos, invadimos de
tinta folios blancos, o de caracteres una pantalla vacía de ordenador. No nos
sobran ganas de divulgarlo por todo el mundo, porque algo así nos llena de alegría,
y a la vez, siempre tendrá una parte amarga, que nos deja invadir por la
melancolía y la nostalgia, el anhelo de contar los minutos que quedan hasta que
volvamos a estar extasiados por su presencia. Es la peor de las drogas y el
mejor de los remedios. Y hasta pretendemos medirlo, cuando escapa de este mundo
físico al que intentamos atarlo.
Al final, somos sus víctimas, y cuando es benévolo, decide
bajar a nuestra materia y hacerse un cuerpo, una voz, unos ojos, otro corazón. Y
descubriremos su nombre, el nombre de esa persona que lo representa todo y que
cambiará tu vida como nadie, ni siquiera tú mismo, podrá hacerlo nunca.
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