Una habitación abierta por una rendija de luz de la puerta. No dejas ver mucho, no, pero sí lo suficiente como para saber que sigues ahí, despierta, delante de algún espejo, preparándote para marcharte hacia la calle, esa fría compañera cuando estás solo, esa calidez que brota de las calles cuando las alumbras con carcajadas. O quizás decidas quedarte en casa, descansar de todas las desilusiones que un día ensombrecieron la luz del sol que ahora se pierde en el horizonte.
Hubo noches para todos tus sentimientos. Días que se perdieron en sueños vanos, un tiempo que querrías recuperar y que no va a volver, un poco de felicidad, un cambio en el momento justo y la necesidad de haber virado en tu rumbo en algún momento del pasado.
Ves a través de las ventanas de tu memoria los días en que fuiste feliz y no te compensan por cada lágrima que derramaste por esas personas. O al menos, eso piensas mientras una mancha negra recorre tu mejilla una vez más. No hubo ningún final feliz, sólo fantasmas de un pasado que no hacen más que regresar para hacerte llorar como una niña.
Y la puerta se abre para iluminar una habitación sin ventanas, una jaula de espejos donde en nuestro reflejo nos vemos abrazados. Tu rostro enrojecido, oculto para que no se crucen nuestras miradas y vea que has vuelto a llorar, pero yo ya lo sabía desde que dejaste aquella rendija de luz, desde que me sonreiste por última vez con ironía, una sonrisa acompañada por la sombra de tu silencio.
Te calmas, miras al espejo y nos vemos los dos, abrazados fuera del tiempo, como si los segundos que pasaran sólo fueran una misteriosa maquinaria inventada por el hombre para hacernos esclavos de un invento. Y en ese cristal vemos pasar la vida que nos ha tocado, a nuestra agridulce infancia, a nuestra sentimental y dolorida adolescencia, a nuestro paso a la madurez áspera y fría. Es como una ventana al tiempo que siempre quisimos tener...
...el tiempo que ahora tenemos.
Ese tiempo que se esfuma como quisiera que se esfumaran tus lágrimas: para siempre.
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